A mamá la atravesó una sensación de miedo visible, nublando su entonces no tan clara visión del mundo, mientras las palabras del doctor la penetraban como si de una flecha se tratase. En cuanto a papá, vi cómo sus labios se tornaron casi completamente blancos.
Desde afuera del consultorio presencié todo a través de la ventana del cuarto de hospital. Ellos no sabían, pero hablaron lo suficientemente fuerte como para que pudiera haberlos oído sin que lo supieran.
María volteó a verme y, al notar mi preocupación, me aseguró que no pasaría nada malo y que debía mantenerme serena. Sin embargo, en su mirada vi que ella también lo sabía, pero no tenía el derecho de decírmelo.
—María... mi vida se apaga, ¿verdad? —le dije en un susurro.
Ella no me respondió, pero vi cómo una lágrima se escurría por su rostro mientras se giraba para atender a otro paciente, intentando que no la viera sufrir. Eso solo confirmó mis sospechas.
Quería recordar los momentos en los que había sido feliz, pero todo se desvanecía al volver a ese presente ineludible.
Mientras tanto, mis padres entraron al cuarto intentando fingir una sonrisa que, a kilómetros, se notaba carente de vida.
Me despedí entonces de las enfermeras para regresar a casa después de tanto tiempo fuera. Extrañaba las sábanas suaves y frescas de mi propia cama, tanto que hasta podía imaginar su textura. Cuando llegué, Luna se abalanzó sobre mí con tanta alegría que pareció desquitarse por todas las veces que no estuve.
Pasado un rato, mamá nos llamó a cenar a papá y a mí. El ambiente se sentía pesado, y la única que rompía con la sensación de angustia era Luna.
—Y... Clara, ¿cómo te sientes? La verdad, no hemos hablado mucho... Me gustaría saber qué tal estás —pronunció mamá con voz temblorosa, como si cada palabra fuera una lucha interna por desenredarse de su garganta.
—¿Podemos enfocarnos en cenar nada más? No tengo ganas de hablar —exclamé, mientras jugaba con la verdura de mi plato.
Papá miró a mamá fijamente, con una expresión que suplicaba que fuera ella quien hablara. Pero ella no respondió, y él entendió su silencio como un abandono que lo obligó a ser quien diera la noticia.
—Hija, sabemos que como padres no hemos sido los mejores a la hora de apoyarte y decirte las cosas como son, pero... —dijo, intentando no mostrar "debilidad", esa que tanto repudiaba.
—¡Ya lo sé! No tienen que fingir que todo está bien, ¡solo díganlo!... Mis días están contados... Escuché al doctor hablando con ustedes.
Papá se levantó de la silla y me abrazó mientras el llanto lo consumía. De un momento a otro, mamá se unió, intentando demostrar madurez y fuerza, pero era evidente que con cada segundo los dos perdían más y más la compostura.
Sentí que todo daba vueltas y, de repente, mi respiración y el sonido de mis latidos fueron lo único que escuché. Me aparté suavemente de mis padres y me retiré a mi habitación, sabiendo que ahí encontraría paz.
Una vez en mi cuarto, lo único en lo que pude pensar fue en dormir, en dejar atrás toda preocupación, aunque fuera solo por unos momentos, y arroparme en esas sábanas suaves y calentitas que tanto había extrañado.
En ellas pude sentir la transición de una cama de hospital a una cama normal, con un sentimiento hogareño. Al fin, me sentía en casa.
Claro que, después de unos minutos, como habría dicho María, "caí ante el poder de Morfeo".